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Padre Manuel Ogalla, Zimbabue. RTVE
Cerca de Zhomba, la carretera se anima. Invitamos a una familia a subir al coche para que no lleguen con la lengua fuera a misa de diez. Y allí, a la puerta de la misión me encuentro con Manuel. Grandote, cariñoso, sonriente, en mitad de la movida previa a la fiesta del domingo: las niñas que bailan con los platos de flores de las buganvillas, los monaguillos soplando el carbón del incensario, la gente arremolinada que saluda a este cura que habla shona, la lengua local, como si llevara aquí toda la vida… Y al gaditano le sale una misa de dos horas y puerta grande. Tiene a la gente encandilada, a ratos se ríen, a ratos se quedan pensando, a ratos (muchos) cantan como solo lo hacen los africanos en una iglesia: a compás. Como Manuel, que cuando terminó la celebración dentro la siguió fuera con un grupo de chavales y unos tamtanes que en sus manos suenan a cajón flamenco, a ritmos de Enrique el Mellizo, que traen aires del poniente que se cuela por calle Jabonería abajo… Y todo esto en mitad de Zimbabwe. Vaya tela.
La
madruga había sido de manta y, al amanecer, todavía quedaba un recuerdo de
frío. Aquí, en Gokwe, al noroeste de Zimbabwe, el primer sol en estos días
ilumina rabioso pero calienta poco. Hoy tengo que ir hasta la misión de Zhomba.
Temiendo lo peor. Porque son 120 kilómetros los que hay que recorrer y llevo las
vértebras cantando por martinetes después de tanto traqueteo africano. Será que
los años -y los baches- no perdonan.
Pero Dios es grande. Y el que puso asfalto en el camino, también. Lo
primero, porque está abierto el telón del gran espectáculo de los paisajes
africanos y nada más salir de Gokwe, a la altura de un santuario en una pequeña
colina, me abruman estos infinitos verdes y marrones salpicados de algún baobab.
Lo segundo, porque solo voy a tardar un par de horas en recorrer los 120
kilómetros.
Por el camino, algún viandante hacia no sé donde, puentes sobre
grandes ríos secos en cuyo lecho las mujeres escarban hasta sacar el oro líquido
y algún que otro carro tirado por cuatro pequeños burritos. Nunca había visto
unos burros más pequeños que estos plateros zimbabwenses. Y yo, empeñado
en llegar hasta Zhomba. ¿Obstinación, cabezonería, instinto de este oficio de
contar cosas...?
En Madrid, tiempo atrás, me dijeron que allí vivía Manuel Ogalla, un
misionero gaditano de 34 años. El personaje lo tenía todo para ser noticia. Cada
vez hay menos misioneros, casi ninguno de esa edad y, encima, este es ¡de Cádiz!
cuando la mayoría son castellanos, navarros y vascos. Yo, como ya sabéis,
colecciono misioneros, más que nada porque llevo 20 años haciendo este programa
y dando vueltas por el mundo. Y esta rara avis no la tenía
catalogada.
Después del arroz con pollo, Manuel coge la guitarra y se arranca con
un himno al padre Claret que él ha compuesto, en shona, claro. Y ya en faena,
sigue con un cuplé de la chirigota de su hermano. Rematamos al alimón con dos
clásicos: Me han dicho que el amarillo, Iba por Canalejas…En fin. Y la
sonrisa que le llega de oreja a oreja.
Pero todo esto que cuento encaja y toma forma cuando le siento
delante de la cámara y acerco el micrófono. Entonces todo se entiende. Estoy
ante un tipo de una pieza, un hombre apasionado por el Evangelio y por los
hombres de su tiempo. Alguien que no entiende la fe sin compromiso. Y viceversa.
Y por eso está aquí, en mitad de África, viviendo sin agua y sin luz, entregado
a estos pobres entre los pobres. En el diálogo salen Casaldáliga, el ejemplo de
sus padres, la crítica a un sistema que fabrica desheredados… Sale Claret, porque
Manuel quiere ser un hombre de fuego, de esos que “arden en caridad y abrasan
por donde pasan”. Y sale el papa Francisco, ¿por qué será que a estos
misioneros se les dibuja una sonrisa en el alma cuando se habla de Francisco?,
¿les suena eso de la Alegría
del Evangelio?
Le
acompaño a unos terrenos donde va a levantar una escuela con la ayuda de Manos
Unidas y con la alegría de la gente que ve cómo sus hijos tienen que
recibir clases debajo de un árbol. Si los de Manos Unidas le siguen apoyando,
Manuel es capaz de sembrar de escuelas y hospitales medio Zimbabwe.
Atardece y hay que regresar. Recorrer los caminos africanos de noche
no es aconsejable. Pero no tengo ni pizca de ganas de irme. No todos los días
conoce uno a un tipo así. Y me quedan muchas cosas que hablar con Manuel, que me
tienta a quedarme y contemplar el anochecer en la terraza de la misión. Imagino
que a esas horas, cuando descansan los tamtanes y el sosiego se adueña de la
noche africana, resuena el oleaje del Campo del Sur y viene un aroma de adobo
que solo Manuel es capaz de apreciar.
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